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¿De qué sirve una escuela en la que los alumnos que ingresan a ésta, al finalizar, egresan sin nuevos conocimientos, o hasta con menos de los que tenían cuando ingresaron?
De absolutamente nada, o hasta resulta ser perjudicial. Lo mismo sucede con el actual sistema penitenciario de Nuevo León.
Y es que a partir de la reforma constitucional del 2008, en la que se ordena la implementación paulatina del (nuevo) sistema de justicia penal acusatorio, el artículo 18 renueva la óptica a través de la cual ha de verse la ejecución de las penas privativas de la libertad.
La "readaptación social", que en la práctica se caracterizó por convertir a nuestras prisiones en "escuelas del delito" para quienes allí ingresaban, con el nuevo sistema se reemplaza por el concepto de "reinserción social", que de acuerdo a este artículo ha de organizarse "sobre la base del respeto a los derechos humanos, del trabajo, la capacitación para el mismo, la educación, la salud y el deporte como medios para lograr la reinserción del sentenciado a la sociedad y procurar que no vuelva a delinquir".
Aunque alguna parte de la sociedad piense que los privados de la libertad no merecen el buen trato que sugiere la Constitución, lo cierto es que la más beneficiada de ello es la misma sociedad.
Tradicionalmente, la finalidad de las sanciones penales ha recaído en el efecto disuasivo que genera hacia las personas. Es decir, se parte de la base de que por miedo a ser privado de la libertad, la persona no incurra en conductas delictivas.
La inefectividad de esta estrategia no sólo resulta en que el número de nuevos delincuentes crezca, sino que el costo en que incurre el Estado, y que deriva de nuestros impuestos, sigue creciendo de una manera que no es sustentable en términos económicos ni en condiciones de seguridad y paz para los ciudadanos.
La realidad es que en Nuevo León, lejos de solucionar esta problemática, tenemos una crisis.
No sólo queda de manifiesto esta situación tras el reconocimiento de un 40 por ciento de sobrepoblación penitenciaria y déficit de casi 4 mil custodios en total (de 5 mil 500 que debería haber de acuerdo a la proporción del artículo 174 de la Ley de Seguridad Pública), que se presenta en todos los centros de detención de Nuevo León y que admitieron autoridades estatales en marco de las reuniones de transición.
Además, en el 2013, tras un informe sobre la situación de los penales realizado por la Comisión Estatal de Derechos Humanos, se reveló que había condiciones de hacinamiento graves (superando hasta por el triple el número de internos que el de camas disponibles), que convivían procesados con sentenciados y que, de acuerdo a internos encuestados en el Cereso de Apodaca, se encontraban algunas 60 personas en calidad de secuestrados, además de unos 300 internos armados en dicho lugar.
Todos estos factores, aunado al más que evidente autogobierno de los internos en los penales, vuelve imposible la reinserción del sentenciado a la sociedad con el propósito de que éste no vuelva a delinquir.
Mientras no se retome el control de los penales ni se generen condiciones en la que los internos puedan vivir con dignidad y respeto a sus derechos humanos, el pueblo de Nuevo León seguirá derrochando su dinero en centros que, antes de reinsertar satisfactoriamente a sus integrantes a la sociedad dejando de ser un gasto y peligro para nosotros y convirtiéndose en activos productivos para el Estado, seguirán siendo módulos de reclutamiento para la delincuencia organizada.
Lo cierto es que el Gobierno del Estado debe atender esta alarmante crisis. A pesar de que en días pasados la Comisión Ejecutiva para la Reforma del Sistema de Justicia Penal sostuvo que ya finalizaron la implementación del nuevo Sistema de Justicia, sólo con una verdadera renovación penitenciaria se podría hablar de una conclusión satisfactoria; antes, no.