Aprovechando este sentimiento popular, el Gobierno de Nuevo León propuso endurecer las penas a los conductores ebrios homicidas, asegurándoles una condena de prisión mediante una iniciativa de reforma a nuestra legislación penal.
¿Será el endurecimiento de las penas la forma más efectiva de combatir esta problemática?
¿O es sólo una movida política en vísperas de las elecciones del 2015 que aprovecha la sed de justicia popular para proponer una solución fácil que dista mucho de ser la idónea para atacar de fondo esta problemática?
Al respecto, es oportuno mencionar el contexto penitenciario.
En el 2013, la Comisión Estatal de Derechos Humanos realizó un informe sobre la situación de los penales en Nuevo León. Los resultados distan del mínimo aceptable.
Existe una sobrepoblación penitenciaria de más del 50 y 25 por ciento en los penales del Topo Chico y Apodaca, respectivamente.
El hacinamiento es generalizado, llegando a superar hasta por el triple el número de internos que las camas disponibles.
No existe una separación por estatus judicial de los internos, conviviendo los procesados con los sentenciados (situación totalmente inconstitucional).
Una bancada legislativa local propone centros especiales para los conductores ebrios homicidas, pero debe ser prioritaria la separación que marca la Constitución.
Esto se agrava sustancialmente cuando, de acuerdo con la Ley de Seguridad Pública, debe haber dos custodios por cada 10 internos en los penales.
En el caso del Topo Chico, hay 75 custodios cuando debería haber mil 015 por lo menos, y en Apodaca hay 31, cuando debería haber 349.
No sorprende la ausencia de control de los reclusos en los penales, y que el autogobierno de los mismos delincuentes provoque que las prisiones sean auténticas escuelas del delito y módulos de reclutamiento para la delincuencia organizada, provocando el efecto opuesto al pretendido en lo que deberían ser centros de readaptación social.
No obstante, nuestros políticos siguen proponiendo iniciativas que endurecen las penas de los delitos y suprimen la posibilidad de la utilización de penas alternativas a las de prisión, lo cual, además de agravar la crisis penitenciaria que vivimos, contraviene la esencia del nuevo sistema penal acusatorio, el cual reserva la privación de la libertad a casos excepcionales.
Con esta iniciativa en particular, tenemos a una persona que posiblemente sufre de una enfermedad (alcoholismo, al parecer bastante común), quien al enviarla a prisión pasará de ser un simple irresponsable a un delincuente organizado en potencia al momento de purgar su pena y ser puesto en libertad. ¿En dónde está el beneficio de esto?
¿Realmente se asustarán las personas que conducen bajo el influjo de sustancias psicotrópicas con esta reforma al grado en que resulte en un desincentivo considerable?
En caso de así serlo, ¿será mayor el beneficio obtenido que el perjuicio causado al saturar aún más las prisiones y creando delincuentes organizados en potencia?
La problemática no recae en la ausencia de leyes para sancionar a los que cometen esta conducta.
El homicidio culposo a cargo de personas en estado de ebriedad ya está tipificado, así como conducir en dicho estado ya se encuentra sancionado por los reglamentos de Tránsito, contemplando multas considerables y arrestos administrativos hasta por 36 horas.
Las consecuencias que las leyes actualmente prevén ya son lo suficientemente indeseables para que las personas no cometan esta conducta.
El problema es que esas sanciones pocas veces se materializan porque las leyes raramente se aplican.
Mientras prevalezcan los sobornos generalizados a agentes de Tránsito y no se tomen medidas de prevención efectivas para combatir esta práctica alarmantemente común en el Estado, difícilmente se resolverá esta problemática de raíz.
Cualquier solución que no contemple estas cuestiones es mera demagogia. No se dejen engañar.